SERIE COSMOS DE CARL SAGAN
COSMOS 1: En la orilla del océano cósmico
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COSMOS 2: Una voz en la fuga cósmica
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COSMOS 3: La armonía de los mundos
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COSMOS 4: Cielo e Infierno
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COSMOS 5: Blues para un planeta rojo
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COSMOS 6: Historias de viajeros
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COSMOS 7: El espinazo de la noche
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COSMOS 8: Viajes a través del espacio y del tiempo
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COSMOS 9: Las vidas de las estrellas
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COSMOS 10: El filo de la eternidad
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COSMOS 11: La persistencia de la memoria
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COSMOS 12: Enciclopedia galáctica
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COSMOS 13: Quién habla en nombre de la Tierra
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Cuando vemos el mar pensamos que el agua es infinita, pero si dividiéramos el mundo en diez mil partes, sólo dos de ellas estarían compuestas de agua. Asombra pensar que esa capa de líquido transparente y cambiante, que cubre como una delgada película vastas zonas del globo, no sólo se desprende en vapor al roce del sol, y cae otra vez de las nubes al descender la temperatura, y canta en nuestros tejados y vidrieras, y nutre una activa vegetación de millones de formas, sino que es la causa eficiente de que la vida misma haya surgido en este planeta, y de que esa vida se multiplique y persista, y emita hojas y tentáculos, alas y lenguas, sueños y pensamientos.
Apenas nuestra necedad puede explicar que no pasemos el tiempo rendidos de asombro ante un prodigio tan cotidiano y tan generoso. Sólo a veces el agua parece alzarse como una amenaza frente a nosotros, pero es justo advertir que la mayor parte de las veces esas amenazas nacen de la imprevisión o de la imprudencia, cuando no de nuestra definitiva irresponsabilidad.
Más de diez mil años de civilización deberían habernos enseñado a conocer el ritmo de las lluvias y de las tormentas, a prevenir las inundaciones, a construir casas teniendo en cuenta los cauces inmemoriales de las aguas, a construir caminos teniendo en cuenta los inviernos y las avalanchas.
Pero a veces pareciera que cuanto más vivimos, menos sabemos. En Colombia, por ejemplo, en la región de La Mojana, hace mil años, los pueblos nativos no sólo conocían el régimen de las inundaciones, sino que construyeron un ingenioso sistema de canales para regular el flujo de las aguas de invierno, protegerse de las crecientes e irrigar los cultivos. Todavía es posible ver desde el aire el trazado de esos canales en una región inmensa, propicia para la agricultura y abandonada hoy a las incurias de la ganadería.
También es posible ver a la orilla de los ríos aldeas arrasadas, sólo porque los humanos olvidamos lo que el agua no olvida jamás. Gustavo Wilches suele recordarnos que, cada vez que reprochamos al agua el invadir nuestros escenarios urbanos, estamos olvidando que somos nosotros los que hemos invadido los antiguos cauces del agua. Simplemente a veces el agua recuerda que la tierra es suya, y vuelve a bautizar el mundo.
Deberíamos tener con el agua una relación más respetuosa y más lúcida. Ser dignos de su transparencia, de su frescura, de su música, de su capacidad de transformarse para ir del glaciar a la cascada y de la cascada a la nube, del río lleno de criaturas a la lágrima llena de emociones, de la fosa planetaria llena de misterios al vaso generoso que calma nuestra sed. Deberíamos entender que sólo algo divino puede tener tantas formas, tantas utilidades, tantos sentidos para nuestra vida, tantos estímulos para nuestra imaginación.
El agua, que propició la aparición de las primeras chispas de vida al contacto con la tibieza solar, ha engendrado filosofías y mitologías, maravillas del arte y de la técnica, grandes poemas y músicas exquisitas. De Empédocles y Tales de Mileto a Walt Whitman y Pablo Neruda la humanidad, para honor suyo, ha sido capaz de cantar sus alabanzas, pero aún es necesario hacer más sutil nuestra reflexión, más rica nuestra sensibilidad y más audaz nuestra fantasía para acceder a un orden en que el agua recupere todo su valor para la civilización.