LAS DECISIONES DE OTROS


Existen. No puedo dudarlo. Sus decisiones. Pese a mi aislamiento. De una u otra manera me afectan. Es decir. Allá. Afuera hay otros que. Independientemente de mí. Toman decisiones.



Eso me alegra. Porque me indica que no estoy solo. Aunque me aterra. Porque a su autonomía le importa un pito la mía. De hecho. Cada que quepo dentro de sus cuentas es exactamente eso. Cuento para sus cuentas. Sus cálculos. Estadísticas. Cobros. Y represión.



Con todo. No me es fácil aceptar cómo se compartimentaron y jerarquizaron las decisiones que eran de todos y cada uno de los nacidos. Eso de los derechos del hombre. De alguna manera. Se funda en la necesidad imperativa de que cada hombre fomente y respete las decisiones inherentes a la supervivencia de todos y cada uno de los demás. A ello llamamos el derecho a la mejor educación posible creada por lo más excelso de la cultura universal.



Pero la educación también se compartimenta y estratifica. Como las decisiones. Ahora contamos con unas criaturas creadas a nombre de la garantía del bienestar general llamadas instituciones democráticas. Pero esas criaturas solo sirven espléndidamente a quienes las defienden con execrable celo. Las instituciones blindan las decisiones de minorías sobre las mayorías reducidas a elegir ignorante y estúpidamente a quienes decidan por ellas.



¿Cuándo se nos pidió consentimiento para decidir por nosotros? Nunca. ¿entonces en qué consiste el mal llamado contrato social? Nada. Nacemos afiliados. Sin que se nos permita optar. Siquiera. Por el retiro. Ya que con nuestra desafiliación se tendría que reconocernos un pedacito de planeta. De patria. Igual al de cualquiera. Y eso suena a comunismo. Pero la cosa es por ahí. O no hay salida.